Viaje al centro de la tierra

Capítulo XXXIV

Miércoles 19 de Agosto.

El viento, por fortuna, que sopla con bastante fuerza, nos ha permitido huir rápidamente del teatro del combate. Hans sigue siempre empuñando la caña del timón. Mi tío, a quien los incidentes del combate han hecho olvidar de momento sus absorbentes ideas, vuelve a examinar el mar con la misma impaciencia que antes.

El viaje recobra de nuevo su uniformidad monótona que no deseo ver interrumpido por peligros tan inminentes como el que corrimos ayer.

Jueves 20 de agosto.

Brisa NNE bastante desigual. Temperatura elevada. Marchamos a razón de tres leguas y media por hora.

A eso de mediodía, óyese un ruido lejano.

Consigno el hecho sin saber cuál pueda ser su explicación. Es un mugido continuo.

—Hay —dice el profesor—, a alguna distancia de aquí, alguna roca o islote contra el cual se estrellan las olas.

Hans sube al extremo del palo, pero no descubre ningún escollo. La superficie del mar aparece toda lisa hasta el mismo horizonte.

Así transcurren tres horas. Los mugidos parecen provenir de una catarata lejana.

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