Viaje al centro de la tierra

La lluvia forma, entretanto, una mugidora catarata delante del horizonte hacia el cual como insensatos corremos; pero antes de que llegue hasta nosotros, se desgarró el velo formado por las nubes, entra el mar en ebullición, y entra en juego la electricidad producida por una vasta acción química que se opera en las capas superiores de la atmósfera. A las centelleantes vibraciones del rayo, se mezclan los mugidos espantosos del trueno: un sinnúmero de relámpagos se entrecruzan en medio de las detonaciones; la masa de vapores se pone incandescente; el pedrisco que choca contra el metal de nuestras armas y herramientas, adquiere luminosidad; y las hinchadas olas parecen cerros ignívomos en cuyas entrañas se incuba un fuego en extremo violento y cuyas crestas ostentan un vivo penacho de llamas.

La intensidad de la luz me deslumbra los ojos, y el estrépito del trueno me destroza los oídos; no tengo más remedio que asirme fuertemente al mástil de la balsa, que se dobla como una débil caña bajo la violencia del huracán.

(Aquí se hacen en extremo incompletas las notas de mi viaje. No he encontrado ya más que algunas observaciones fugaces y tomadas, por decirlo así, maquinalmente. Pero por su brevedad, y hasta por su falta de claridad, constituyen una prueba de la emoción que me dominaba y me dan una idea más cabal que la memoria, de la situación en que nos encontrábamos).

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