Viaje al centro de la tierra

Habíamos costeado por espacio de una milla las playas del mar de Lidenbrock, cuando el suelo cambió súbitamente de aspecto. Parecía removido, trastornado por una sacudida violenta de las capas inferiores. En muchos puntos, los hundimientos y protuberancias delataban una dislocación poderosa del macizo terrestre.

Avanzábamos con dificultad sobre aquellas fragosidades de granito, mezclado con sílice, cuarzo y depósitos aluvionarios, cuando descubrió nuestra vista una vasta llanura cubierta de osamentas. Parecía un inmenso cementerio donde se confundían los eternos despojos de las generaciones de veinte siglos. Elevados montones de restos se extendían, cual mar ondulado, hasta los últimos límites del horizonte, perdiéndose entre las brumas. Se acumulaba allí, en un espacio de unas tres millas cuadradas, toda la vida de la historia animal, que apenas si ha empezado a escribirse en los demasiado recientes terrenos del mundo habitado.

Una curiosidad impaciente nos atraía sin embargo. Nuestros pies trituraban con un ruido seco los restos de aquellos animales prehistóricos; aquellos fósiles cuyos raros a interesantes despojos se disputarían los museos de las grandes ciudades. Las vidas de un millar de Cuvieres no hubieran bastado para reconstruir los esqueletos de los seres orgánicos hacinados en aquel magnífico osario.

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