Viaje al centro de la tierra

Capítulo XLII

Calculo que serían entonces las diez de la noche. El primero de mis sentidos que volvió a funcionar después de la zambullida fue el oído. Oí casi enseguida —porque fue un verdadero acto de audición—, oí, repito, restablecerse el silencio dentro de la galería, reemplazando a los rugidos que durante muchas horas aturdieron mis oídos. Por fin llegó hasta mí como un murmullo la voz de mi tío, que decía:

—¡Subimos!

—¿Qué quiere usted decir? —exclamé.

—¡Que subimos, sí, que subimos!

Extendí entonces el brazo, toqué la pared con la mano y la retiré ensangrentada. Subimos, en efecto, con una velocidad espantosa.

—¡La antorcha la antorcha! —exclamó el profesor.

Hans no sin dificultades, logró, al fin, encenderla, y, aunque la llama de la luz se dirigió de arriba abajo, a consecuencia del movimiento ascensional, produjo claridad suficiente para alumbrar toda la escena.

—Todo sucede como me lo había imaginado —dijo mi tío— nos hallamos en un estrecho pozo que sólo mide cuatro toesas de diámetro. Después de llegar el agua al fondo del abismo, recobra su nivel natural y nos eleva consigo.

—¿A dónde?

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