La mesa estaba servida, y el profesor Lidenbrock, cuyo estómago parecÃa un abismo sin fondo, efecto de la dieta que a bordo habÃa sufrido, devoró con avidez. La comida, más danesa que islandesa, nada tuvo de notable; pero nuestro anfitrión, más islandés que danés, me hizo recordar a los héroes de la antigua hospitalidad. Sin género alguno de duda, nos encontrábamos en su casa con más libertad y confianza que él mismo.
Se conversó en islandés, intercalando mi tÃo algunas palabras en alemán y el señor Fridriksson otras en latÃn, para evitar que yo me quedase por completo en ayunas de lo que decÃan. Hablaron de cuestiones cientÃficas, como era natural tratándose de dos sabios; pero el profesor Lidenbrock guardó la más escrupulosa reserva, y sus ojos a cada frase me recomendaban el más absoluto silencio en todo lo relativo a nuestros futuros proyectos.
De repente, interrogó el señor Fridriksson a mi tÃo acerca de los resultados de las investigaciones por él practicadas en la biblioteca.
—Vuestra biblioteca —exclamó el profesor—, sólo contiene libros descabalados en estantes casi vacÃos.