El asesinato de Calas, cometido en Toulouse con la espada de la justicia el 9 de marzo de 1762, es uno de los acontecimientos más singulares que merecen la atención de nuestra época y de la posteridad. Se olvida pronto aquella multitud de muertos que perecieron en innumerables batallas, no sólo porque se trata de la fatalidad inevitable de la guerra, sino porque los que mueren por la suerte de las armas podían también dar muerte a sus enemigos y no perecieron sin defenderse. Allí donde el peligro y la ventaja son iguales cesa el asombro y hasta la misma compasión se debilita; pero si un padre de familia inocente es abandonado en manos del error, o de la pasión, o del fanatismo, si el acusado no tiene otra defensa que su virtud, si los árbitros de su vida no corren otro riesgo al degollarle que el de equivocarse, si pueden matar impunemente por una sentencia, entonces se alza el clamor público, cada cual teme por sí mismo, se ve que nadie tiene seguridad por su vida ante un tribunal erigido para velar por la vida de los ciudadanos, y todas las voces se unen para pedir venganza.