La Isla del Dr. Moreau

–¡Hola! –dijo en tono estúpido. Luego se le iluminaron los ojos y añadió:

–Vaya, si es el señor... el señor...

–Prendick –dije yo.

–¡Nada de Prendick! –espetó–. Cállese; ése es su nombre. El señor Cállese.

Era inútil contestarle. Pero lo cierto es que yo no esperaba el movimiento que hizo a continuación. Extendió una mano hacia la pasarela, donde Montgomery conversaba con un hombre de abundante pelo blanco, vestido con unos sucios pantalones de franela azul, que al parecer acababa de subir a bordo.

–Por ahí, maldito señor Cállese. Por ahí –rugió el capitán. Montgomery y su acompañante se volvieron al oírlo.

–¿Qué quiere decir? –pregunté.

–Por ahí, maldito señor Cállese. Eso es lo que quiero decir. Fuera de mi barco, señor Cállese. Estamos limpiando el barco. Estamos limpiando el maldito barco. Y usted se marcha.

Lo miré perplejo. Luego pensé que era exactamente lo que deseaba. La perspectiva de hacer la travesía como único pasajero de aquel borracho pendenciero no era como para alegrarse. Me volví hacia Montgomery.

–Aquí no puede quedarse –dijo secamente el acompañante de Montgomery.

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