La Isla del Dr. Moreau

La criatura rosada seguía observándome entre parpadeos cuando mi Hombre Mono reapareció en la abertura de la guarida más próxima y me hizo señas invitándome a entrar. Entretanto un monstruo desgarbado salió con dificultad de uno de los agujeros del extraño callejón y se quedó allí, mirándome, con su silueta informe perfilada sobre el brillo del follaje. Yo no sabía qué hacer –tenía ganas de largarme por donde había venido–, mas luego, decidido a proseguir la aventura, empuñé la estaca y me deslicé por el interior del pequeño y maloliente cobertizo en pos de mi guía.

Llegamos a un espacio semicircular, en forma de media colmena. Contra la pared rocosa del interior se apilaba una gran variedad de frutas, cocos y otras especies.

Rudimentarios recipientes de madera y lava rodaban por el suelo, y uno de ellos yacía sobre un tosco taburete. No había lumbre. Un bulto negro e informe, sentado en el rincón más oscuro de la cabaña, me recibió con un gruñido de «¡hola!», mientras mi Hombre Mono se detenía en la penumbra de la puerta y me tendía un coco partido por la mitad.


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