Emma

CAPÍTULO XLVI

UNA mañana, unos diez días después de la muerte de la señora Churchill, Emma tuvo que bajar precipitadamente a la puerta para recibir al señor Weston, que «sólo podía quedarse cinco minutos y tenía una gran urgencia de hablar con ella». El señor Weston salió a su encuentro a la puerta del salón, y después de saludarla en su habitual tono de voz, inmediatamente le susurró al oído para que no les oyera su padre:

—¿Puede venir a Randalls esta misma mañana? Venga por poco que pueda. La señora Weston quiere verla. Necesita verla. —¿Se encuentra mal?

—No, no; en absoluto; sólo un poco nerviosa. Hubiese podido hacer preparar el coche y venir ella misma; pero tiene que verla a solas, y, claro, aquí… —señalando a su padre con la cabeza—. Bueno… ¿puede usted venir?

—Desde luego. Ahora mismo si quiere. Me es imposible negarme a una cosa que me pide de este modo. Pero ¿de qué se trata? ¿De verdad que no está enferma?

—No, no, no se trata de nada de eso… Pero no haga más preguntas. En seguida lo sabrá todo. ¡Es lo más increíble…! Pero ¡vamos, vamos!

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