Los hermanos Karamazov

CANTULO IV

LAS BODAS DE CANÁ

Era ya tarde, para el régimen del monasterio, cuando Aliocha llegó al recinto de la ermita. El hermano portero abrió una puertecilla lateral. Habían sonado las nueve: la hora del descanso tras un día tan agitado. Aliocha abrió timidamente la puerta y entró en la

celda donde estaba el cuerpo del starets en su ataúd. Sólo había una persona en la celda: el padre Paisius, que leía los Evangelios junto al cadáver. Porfirio, el joven novicio, agotado por la conferencia de la noche anterior y las emociones de la jornada, dormía con el sueño profundo de la juventud echado en el suelo de la habitación vecina. El padre Paisius había oído entrar a Aliocha, pero ni siquiera volvió la cabeza. Aliocha se arrodilló en un rincón y empezó a rezar. Su alma estaba llena de sensaciones confusas que se perseguían unas a otras con una especie de movimiento giratorio uniforme. Experimentaba un extraño sentimiento de bienestar, que no le causaba ningún asombro. Contempló una vez más el cadáver de su querido starets, pero ya no sentía el pesar doloroso y sin consuelo que le había oprimido por la mañana. Al entrar, había caído de rodillas ante el féretro como se habría arrodillado ante un altar. Sin embargo, su alma estaba rebosante de alegría. Por la ventana abierta entraba un aire fresco. Aliocha pensó:

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