1984

Del corazón del bosque venía el arrullo de las palomas. Era un poco pronto. El viaje no le había presentado dificultades y la muchacha era tan experimentada que le infundía a Winston una gran seguridad. Confiaba en que ella sabría escoger un sitio seguro. En general, no podía decirse que se estuviera más seguro en el campo que en Londres. Desde luego, no había telepantallas, pero siempre quedaba el peligro de los micró-

fonos ocultos que recogían vuestra voz y la reconocían. Además, no era fácil viajar individualmente sin llamar la atención. Para distancias de menos de cien kilómetros no se exigía visar los pasaportes, pero a veces vigilaban patrullas alrededor de las estaciones de ferrocarril y examinaban los documentos de todo miembro del Partido al que encontraran y le hacían difíciles preguntas. Sin embargo, Winston tuvo la suerte de no encontrar patrullas y desde que salió de la estación se aseguró, mirando de vez en cuando cautamente hacia atrás, de que no lo seguían. El tren iba lleno de proles con aire de vacaciones, quizá porque el tiempo parecía de verano. El vagón en que viajaba Winston llevaba asientos de madera y su compartimiento estaba ocupado casi por completo con una única familia, desde la abuela, muy vieja y sin dientes, hasta un niño de un mes. Iban a pasar la tarde con unos parientes en el campo y, como le explicaron con toda libertad a Winston, para adquirir un poco de mantequilla en el mercado negro.

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