—Ochenta cequÃes —contestó Gurth, sorprendido por la pregunta.
—En esta bolsa encontrarás cien. Devuelve a tu amo lo que es suyo y quédate con el resto. Apresúrate…, vete. No te entretengas dándome las gracias y pon atención al cruzar la ciudad, porque fácilmente podrÃas perder la bolsa y la vida. Rubén —añadió, dando una palmada—, alumbra al forastero y no te olvides de atrancar la puerta cuando haya salido.
Rubén, un israelita moreno de negra barba, acudió con una antorcha en la mano; abrió el cerrojo de la puerta delantera y conduciendo a Gurth a través de un patio empedrado le hizo traspasar el dintel exterior. Después cerró detrás de él con tantas barras y cadenas como si de una prisión se tratara.
—Por san Dunstan —se repetÃa Gurth mientras daba traspiés por la oscura avenida—, ésta no era una judÃa, ¡sino un ángel del cielo! Diez cequÃes de mi valiente y joven amo…, veinte de esta perla de Sión. ¡Oh, qué dÃa tan feliz! Con otro igual, Gurth, podrás redimirte del vasallaje y te convertirás en un individuo tan libre como el que más. Y entonces tiraré el cuerno y el cayado de porquerizo para tomar en su lugar el escudo y la lanza y seguir a mi señor hasta la muerte sin ocultar ni mi rostro ni mi nombre.