Heidi

Heidi obedeció inmediatamente. Al entrar en la sala de estudio, la abuela la acogió con una bondadosa sonrisa y, tendiéndole la mano, le dijo:

—¡Aquí tenemos a nuestra pequeña! Ven, acércate, que te vea bien.

Heidi se acercó y dijo con su voz muy clara:

—Buenos días, señora abuelita.

—¿Por qué no, después de todo? —exclamó riendo la señora Sesemann—. ¿Se dice así en tu casa? ¿Lo has oído en las montañas de tu país?

—No, allí nadie se llama así —respondió Heidi con la mayor seriedad.

—Y aquí tampoco, hija mía —continuó la abuela, riéndose de nuevo y acariciándole la mejilla—. No lo digas más. Para los niños sólo quiero ser la abuelita. Llámame así, ¿te acordarás, verdad?

—¡Oh, sí, sí! —exclamó Heidi—. Si antes ya lo decía así.

—¡Ah, ya entiendo! —contestó la abuela, moviendo la cabeza con una sonrisa maliciosa.

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