Era la última semana que la señora Sesemann había de pasar en Frankfurt. Acababa de llamar a Heidi a su habitación, mientras Clara dormía. Cuando la niña entró, con el gran libro bajo el brazo, la abuela le hizo seña de que se acercara a ella, puso el libro a su lado y le dijo:
—Ven aquí, mi pequeña, y di me, ¿por qué estás tan triste? ¿Sigues con la misma pena?
—Sí —respondió Heidi.
—¿Y has contado tus penas a Dios Nuestro Señor?
—Sí.
—¿Y sigues rogándole todos los días que remedie tu mal y que te haga otra vez feliz?
—No, ya no se lo pido más.
—¿Qué dices, Heidi? ¿Por qué no ruegas ya a Dios?
—Porque de nada me sirve; Dios no me ha escuchado. Y es natural —continuó la pequeña con cierta agitación— que no pueda prestar atención a todo lo que le dice la gente cuando hay tantos aquí en Frankfurt que rezan al mismo tiempo. Es normal que a mí nunca me haya oído.
—¿Cómo puedes estar tan segura, Heidi?
—Yo he rogado a Dios la misma cosa todos los días, siempre lo mismo, durante varias semanas y él no ha hecho lo que yo le pedía.