Heidi

Heidi, al conjuro de aquel nombre de Francfort, vio alzarse ante sus ojos la ciudad de incontables casas de piedra, sus calles empedradas, y pensó también en la señorita Rottenmeier y en Tinette. De aquí que respondiera con alguna vacilación:

—Me gustaría mucho más que usted viniera a vivir entre nosotros.

—Es verdad, tienes razón, vale mucho más. Adiós, pues, Heidi —respondió el doctor, ofreciéndole la mano.

La niña puso en ella la suya y levantó el rostro hacia el amigo que iba a partir. Los dulces ojos que la miraban llenáronse de lágrimas; de pronto, el doctor se volvió rápidamente y bajó el sendero con presteza.

La bondadosa niña permaneció inmóvil en el mismo sitio. Las lágrimas que había visto en aquellos ojos, siempre tan llenos de dulzura, la conmovieron profundamente. Súbitamente se echó a llorar y se precipitó tras el viajero gritando con voz entrecortada por los sollozos:

—¡Señor doctor! ¡Señor doctor!

Éste se detuvo y se volvió. Heidi lo alcanzó pronto; la lágrimas corrían vivas por las mejillas de la niña y, entre sollozos, exclamó:

—Yo quiero ir en seguida a Francfort y quedarme al lado de usted todo el tiempo que desee, pero es preciso que vaya antes a decírselo al abuelito.

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