Heidi

Más tarde, cuando Heidi descansaba en su hermosa cama de heno, detrás de la estufa, comenzó a pensar en la abuela que tan mal dormía en su camastro, luego en todo lo que le había dicho, en aquella luz que las canciones encendían en su pecho. «Si la pobre abuelita pudiera escuchar todos los días esas palabras tan buenas, pronto se pondría mejor», se dijo la niña. Pero bien sabía que transcurriría una semana, o acaso dos, antes de que pudiera volver a subir a la choza. Este pensamiento la afligió y se quedó largo rato pensando en lo que podría hacer para que la anciana pudiera escuchar las canciones todos los días. De pronto se le ocurrió un medio, y tanto se alegró de haberlo hallado, que hubiese querido que fuese de día para poner manos a la obra. Luego se incorporó en la cama con un movimiento rápido y juntó las manos, pues a fuerza de reflexionar no había rezado aún la oración de la noche, y jamás quería olvidarse de decirla.

Cuando hubo dirigido de todo corazón sus súplicas a Dios, rogando por la abuelita y el abuelito, la niña se acostó de nuevo en su muelle cama de heno y durmió profunda y tranquilamente hasta el amanecer.



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