Viaje al centro de la tierra

Una hora, dos horas… ¡qué sé yo! transcurrieron así. Nos entrelazamos los brazos, nos asíamos fuertemente con las manos a fin de no ser despedidos de la balsa. Se producían conmociones de extremada violencia cada vez que esta última chocaba contra las paredes. Estos choques, sin embargo, eran raros, de donde deduje que la galería se ensanchaba considerablemente. Aquél era, a no dudarlo, el camino de Saknussemm; pero en vez de descender nosotros solos, habíamos arrastrado todo un mar con nosotros, gracias a nuestra imprudencia.

Bien se comprenderá que estas ideas asaltaron mi mente de un modo vago y obscuro, costándome mucho trabajo asociarlas durante aquella vertiginosa carrera que parecía una caída. A juzgar por el aire que me azotaba la cara, nuestra velocidad debía ser superior a la de los trenes más rápidos. Era, pues, imposible encender una antorcha en tales condiciones, y nuestro último aparato eléctrico se había destrozado en el momento de la explosión.

Grande fue, pues, mi sorpresa al ver repentinamente brillar una luz a mi lado, que iluminó el semblante de Hans. El hábil cazador había lograda encender la linterna, y, aunque su llama vacilaba, amenazando apagarse, lanzó algunas resplandores en aquella espantosa obscuridad.

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