Me encontré con él en la puerta. Arturo, siempre era amable, cortés, atento en su trato conmigo, aunque en el fondo se dirÃa que habÃa un cierto resentimiento hacia mÃ. Yo nunca le habÃa hecho nada. A decir verdad, apenas si le veÃa en toda la semana. Los sábados por la tarde alguna vez. Los domingos al anochecer y de vez en cuando, sà lo encontraba en la puerta cuando yo salÃa y él llegaba a buscar a Salomé. ?Creà que te habÃas ido a la nieve ?me dijo. Yo sonreÃa. ?¿Nieve? ¿Tú crees que hay nieve en las cumbres? El miró a lo alto. No sé qué buscaba. Desde la terraza de nuestro chalecito, no podÃa divisarse la montaña. Por eso me pregunté qué buscaba con los ojos. ?No he oÃdo el parte meteorológico. ?El parte dijo que nevarÃa, pero que las pistas, esta semana, estaban blandas ?y riéndome, añadÃ?: Por eso no me fui a la nieve. El pareció darse por enterado, o tal vez era que no deseaba hablar de nieve ni de mÃ, porque inmediatamente me preguntó: ?¿Dónde anda Salomé? ?No lo sé. Acabo de llegar a casa. Me he cambiado y ya ves, salgo de nuevo. No he visto a Salomé. No mentÃa. Salomé y yo tenÃamos muy pocos puntos de afinidad. Eramos hermanas, pero maldito si nos parecÃamos nada. Mientras ella tenÃa veinte años y era simple, yo tenÃa veintitrés y, fuera vanidad, no me consideraba nada simple.