?Mi padre falleció cuando yo tenÃa diez años. Cuatro años después, mamá fue a visitarme al pensionado para decirme que volvÃa a casarse... Alberto Coll oÃa aquella voz suave, cálida, muy femenina, con una atención impropia de su despreocupación. Era la primera vez que le ocurrÃa. Y lo cierto es que le molestaba en extremo enternecerse ante una mujer. Claro que aquélla era una chiquilla. ?Acababa de cumplir los catorce años, cuando, durante unas vacaciones, regresé a casa. Fue por las Navidades... Mamá llevaba casada tres meses, poco más o menos, con Felipe Pelayo... Me di cuenta en seguida de la clase de hombre que era. Guardó silencio. Alberto no se atrevió a interrumpirlo. Miraba al frente, como ella. Los dos apoyados en el muro que separaba la playa del paseo marÃtimo, bajo una tenue claridad, debida ésta a los faroles que en lÃnea interminable bordeaban toda la Concha. Alberto pensó: «Soy un tonto. ¿Qué hago yo aquÃ, oyendo a esta joven? ¿Qué me importan a mà sus problemas? ¿Cuándo me preocupé yo por los asuntos Ãntimos de los demás? Nunca. La voz cálida, tras una larguÃsima pausa, volvió a decir: ?Mi padre poseÃa una gran fortuna. Y mamá sólo es administradora de la misma. Pero si la gasta... yo no voy a reclamársela. ?Pues debieras hacerlo.