La voz detuvo en seco al Corsario Azul, que, en compañía de sus dos lugartenientes, Martín Ohando y Juan Pérez de Lerma, había entrado en el mesón «La espada de Toledo». El establecimiento, situado en el lugar denominado las Cuatro Calles, por reunirse allí las cuatro arterias más importantes de Santo Domingo, se veía siempre lleno de un público tan, orgulloso como escaso de medios. Las mozas que les servían se sentían muy satisfechas de aquella clientela que las galanteaba y trataba con él mismo respeto que si fueran duquesas. El mesonero, por su parte, no sentía el mismo entusiasmo, ya que, aparte de que resultaba muy difícil cobrar, el enfado de los parroquianos se traducía casi siempre por cintarazos descargados sobre sus espaldas. En ocasiones alguno de sus clientes ganaba en el juego y entonces se mostraba tan espléndido que le resarcía de todas las pérdidas.