Los hermanos Karamazov

DESASTRE REPENTINO

Se le había llamado antes que a Aliocha, pero el ujier dijo al presidente que una súbita indisposición impedía comparecer al testigo, y que tan pronto como se hubiera repuesto acudiría a declarar. Su llegada pasó casi inadvertida; se le prestó muy poca atención. Los principales testigos, y especialmente las dos rivales, habían declarado ya, y la curiosidad había desaparecido casi por completo: no se esperaba nada nuevo de los demás testigos.

Iván avanzó con lentitud extraña, sin mirar a nadie, absorto y con la cabeza baja. Iba bien vestido. En su rostro se percibían las huellas de su enfermedad; su tez, de un matiz terroso, hacía pensar en las de los moribundos. Levantó la cabeza y paseó por la sala una mirada llena de turbación. Aliocha se levantó y lanzó una exclamación de la que nadie hizo caso.

El presidente recordó al testigo que no tenía que prestar juramento y que podía dejar sin respuesta aquellas preguntas que considerase conveniente no contestar, pero que debía prestar declaración de acuerdo con su conciencia. Iván lo miraba distraídamente. De pronto, una sonrisa iluminó su semblante y cuando el presidente, visiblemente sorprendido por este cambio, terminó de hablar, Iván se echó a reír.

—¿Y qué más? —preguntó levantando la voz.

Silencio en la sala. El presidente tuvo un gesto de inquietud.

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