La extremada sensibilidad de Susana Rico, apenas si se apreció en aquel instante en su bellÃsimo rostro. Sólo un buen observador hubiera notado, no ya su gran desconcierto, sino su dolor Ãntimo, agudo e indescriptible. Juan Campos era un buen observador, pero, la verdad, le pasó inadvertido el dolor de Susana.
Ambos se hallaban en el andén. El tren ya estaba formado y apenas si faltaban diez minutos para su salida hacia Madrid. Las gentes se movÃan de un lado a otro. Los más formaban grupos, despidiendo al que se iba. Juan y ella solos, casi mudos, huyendo ambos de sus mutuas miradas. Se dirÃa que él se sentÃa mezquino y ella serena. Era la primera vez, desde que se conocÃan, que no eran sinceros el uno con el otro. Ella, por su orgullo herido; él, por egoÃsmo. Ella, por amarle demasiado; él, por considerar necesario ahogar los sentimientos para afianzar su vida material.
El dÃa anterior le habÃa dicho: «Susana, necesito marchar de aquÃ. Como simple abogado, jamás lograré un porvenir. Voy a presentarme a unas oposiciones a notarÃa». Ella creyó que el mundo se deslizaba bajo sus pies, y que la vida no tenÃa ya aliciente alguno. Pero estaba allÃ, viva, doblegando su dolor. Sonriendo, como si nada ocurriera.