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Reseña de Pilotos en la Gran Guerra. Mata o muere

La «Gran Guerra» es el nombre, al menos literariamente, pero que ha quedado fijo y universal, de la Primera Guerra Mundial; esa absurda, como todas las guerras, matanza desenfrenada de personas, durante la cual y a posteriori, muchas cosas cambiaron de forma radical. En la primera guerra mundial se empieza a luchar sin ver al enemigo, a distancia, dentro de trincheras o con minas subterráneas con las que volar las trincheras enemigas: no era sólo otra guerra, sino también otro mundo. Todo había evolucionado, aunque muchos no lo supieran, o tal vez no lo quisieran ver. Trincheras, ametralladoras, barreras de alambradas de espinos, tantas que llego a decirse que la infantería «mascaba alambres de espinos»; la artillería de gran potencia y precisión; los globos cautivos, y los dirigibles más adelante, que espiaban los movimientos del enemigo y daban direcciones exactas de tiro a esa artillería citada; el uso de gases venenosos y asfixiantes; la presencia de los primeros carros de combate, los «tanques», como se los llamaba, que los había de varios tipos, como el modelo Mark I inglés, el Renault FT-17 francés o el Sturmpanzerwagen A7V alemán, etcétera, en contraste con la escasa utilidad de una caballería que empezaba a quedar obsoleta y periclitada, pero que se siguió utilizando por su velocidad comparada con la de los soldados pedestres como enlaces. Motocicletas, bicicletas y pequeños carros arrastrados por perros, incluso para transportar heridos, así como mensajes enviados con palomas mensajeras, formaban parte del cambio, al que hay que unir los recientes inventos como el de Marconi: su radio y la utilización del cada día más perfeccionado teléfono de trincheras. La aparición de nuevas armas, despreciadas inicialmente por la falta de imaginación de esos altos jefes, arrugados y roñosos por el paso del tiempo, y con un desprecio inconsciente de una realidad que no conseguían entender, que les llevaban a ordenar cargas a la bayoneta frente a centenares de ametralladoras de muy alta velocidad de tiro, más de 600 disparos por minuto, que cortaban los avances y las vidas de centenares de soldados que acometían, a pecho descubierto, con la única protección de sus distintos uniformes y el escaso metal en las solapas del escudo de su unidad, del arma o del cuerpo al que pertenecían. Del mismo modo, se tardaron en entender las muchas posibilidades de la aviación, no sólo como arma de combate, que fue algo tardío, sino incluso por sus amplias ventajas al realizar fotografías y reconocimientos desde lo alto, aportando una rica información de las posiciones y los movimientos del enemigo. La ceguera general sobre la aviación, llegó hasta el punto de negarles a los pilotos la posibilidad de saltar en paracaídas si el avión era derribado, pues los cómodos jefes, lejos de las líneas de fuego, pensaban que los pilotos saltarían ante la menor dificultad en el vuelo. Es por ello que, salvo escasas excepciones, un avión tocado era sinónimo de piloto muerto y en otros modelos, como los biplazas, también el ametrallador, o el observador, y por eso, entre los pilotos y sus mecánicos, se decía: «mata o muere». Es, en esta novela, el estudio de la vida de los pilotos, más cómoda y limpia que la de los que combatían con los pies en el suelo, pero igual de peligrosa, pues como hemos dicho, el piloto sólo tenía dos opciones: «matar o morir». La formación de los nuevos pilotos, preparándolos para entrar en la lucha y conseguir sobrevivir, es uno de los aspectos de la novela, al lado de las relaciones sociales, el amor, los permisos, la vida de las enfermeras en los hospitales y un interesante grupo de aspectos de la vida en aquellas fechas entre los años 1914 y 1918, el tiempo que duro la conflagración en la que, cuando se firma el armisticio y la guerra termina, el número de bajas, entre los dos bandos es de 37.508.686 humanos, de los cuales los muertos son 8.538.315, siendo el resto: heridos y lisiados.

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