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Reseña de Si me quieres a mí

¡El tabique era tan débil! Henry siempre sentía la sensación odiosa de golpear aquel tabique. Era tal como si lo golpease con el puño, pero lo cierto es que el tabique seguía allí, y que su debilidad era tal, la del tabique, se entiende, que las voces que se filtraban a través de él, producían en Henry un hondo malestar. En aquel instante, Henry se hallaba tendido en su lecho. Tenía una mano bajo la nuca, la otra sosteniendo entre los dedos el cigarrillo, que a pequeños intervalos llevaba a los labios, una pierna colgando, casi rozando el suelo con el pie, y el otro pie cabalgando sobre la rodilla algo alzada. De vez en cuando sacudía la cabeza. Y, asimismo, de vez en cuando, cerraba los ojos, rumiaba algo entre dientes y sentía en sí aquel odio mortal por un hombre más afortunado que él. La culpa de todo la tenía Karen. El quisiera hacer miles de cosas para que Karen se fijara en su persona, pero... Apretó los labios. La voz de Virna se oía nítida, casi como si sonara en su oído. Y lo peor de todo es que él no podía aumentar el grosor de aquel tabique y evitar en lo posible oír tantas cosas íntimas de su patrona y la hija de ésta. Se tiró del lecho y empezó a dar paseos. Iba descalzo, de modo que sus pies, sobre la moqueta violeta, no producían ningún ruido. Y como no producían ningún ruido, las voces se oían exactamente igual que si se pronunciaran allí mismo. No le importaban las intimidades de aquellas dos mujeres. Es decir, le importaba mucho Karen, y también, por su bondad, su amabilidad y gentileza, le importaba la viuda del difunto general, pero no para oír sus intimidades. Por mil cosas distintas, y casi le ofendía enterarse de tantas cosas como hablaban a veces aquellas dos personas.

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