Cuando el sol naciente se insinuaba con rojizos resplandores sobre los Montes de Guadalupe, todo el paisaje, desde los Montes Davis hasta Peak Hill y el margen derecho del río Pecos, perdió su aspecto melancólico y se tomó sombrío. La débil claridad del amanecer nimbaba el poblado de Toyah, y, el primer destello solar, acentuó las zonas oscuras, marcó los contornos de las casas y dibujó las copas de unos árboles, que, durante la noche, se habían confundido con la negrura del cielo. A la salida del poblado, a unas veinte yardas de la última casa de Toyah, se alzaba un corral en ruinas. El adobe estaba deshecho; las vigas descarnadas, desprovistas de la tierra dura; y, la madera de la puerta y las ventanas, agrietada y podrida por la intemperie, se estremecía y gemía empujada por el frío viento de la madrugada.