Un frondoso castaño de gruesas y tupidas ramas, erguido en la cima del pequeño otero, prestaba una sombra agradable en la tarde fieramente calurosa de pleno verano.Teo Stampley, más conocido en lugares lejanos por el sobrenombre de «Manos Rojas», colocó el caballo debajo de las ramas y erguido en la silla miró un poco hacia abajo oteando el paisaje. A no mucha distancia se abrÃa ante él un panorama bastante dilatado, pero exótico. La vega verde, con la nota rubia de bastantes sembrados y con las siluetas inconfundibles de algunos pequeños ranchos o granjas bastantes espaciosas, se extendÃa a derecha e izquierda frente a él y una calma letal parecÃa pesar sobre la tersura del paisaje. Pero lo que a Teo le llamaba poderosamente la atención era algo extraño e inexplicable que tenÃa a escasa distancia de él. A derecha e izquierda dilatábase un nutrido poblado que en realidad se le antojaban dos y no uno, porque los dividÃa algo que no acababa de explicarse. El centro de aquel paisaje se hundÃa un poco sobre la tersura de la pradera y en el centro formaba una barranca que se corrÃa recta hasta difuminarse en la distancia hacia el Sur. Pero en torno a aquella barranca se bocetaba un muro muerto, un gran hacinamiento de ruinas abandonadas que daban la sensación de ser un poblado intermedio, o el cogollo de aquellas otras dos mitades que descubrÃa a los lados y que, como si hubiese sido vÃctima de un terrible cataclismo, sólo habÃan quedado de él las más alucinantes ruinas.